Página digital.José Luís Restán.-Mientras en Alemania la CDU y el SPD estampaban sus firmas bajo un acuerdo de Gobierno que, entre otras cosas, reconoce la profunda aportación de las iglesias cristianas al bien común de la nación y declara la necesidad de sostener y ayudar el compromiso de fidelidad de las familias, aquí, en el viejo solar hispano, la izquierda (la del sistema, la moderada… se entiende) ha desatado una histérica caza política y civil con motivo del anteproyecto de ley de protección del concebido y de la mujer embarazada, anunciado por el ministro Gallardón en el umbral de la Navidad.
Para el aspirante Rubalcaba (que se ve como Primer Ministro en potencia), el gobierno Rajoy ha comprado votos de la extrema derecha a cambio de enterrar los derechos de las mujeres. Para el prócer Llamazares (el que defiende al castrismo y jalea a los que “rodean” el Congreso) ésta es una ley que sólo complace a “la caverna”; para la Secretaria de la Unión Internacional de Jóvenes socialistas, Beatriz Talegón, las diputadas del PP deberán elegir entre “ser fachas o ser mujeres”. ¡Ole Talegón!, Europa entera te contempla.
Todo esto daría para un sainete si no fuera porque la ferocidad de la campaña pretende situar a quienes promueven la cultura de la vida en el extrarradio de la ciudad común, más aún, entre los apestados política y civilmente hablando. Y esto sí es serio. España arrastra heridas que el mero paso del tiempo no basta para sanar; más aún, lo que parecía en vías de reparación a principios de los años ochenta del pasado siglo ahora supura de nuevo. Es cierto que la cuestión del derecho a la vida abre en canal la supuesta balsa de aceite de las democracias occidentales, pero en ningún país se despacha a quienes reclaman la tutela jurídica del concebido y no nacido como fascistas. Y menos aún se entiende que lo haga el partido del centro-izquierda que aspira a encabeza una futura mayoría de gobierno.
La colección de insultos y amenazas no podía dejar de apuntar prioritariamente a la Iglesia católica. Y eso aunque la nueva ley la ha facturado un gobierno bien laico, que presume de su pluralidad interna en estos temas y abandonó hace tiempo, en la práctica, cualquier referencia al humanismo cristiano. Pero es evidente que el único sujeto cultural relevante que mantiene encendida la llama de la cultura de la vida es la Iglesia, así que el guantazo tenía que dirigirse inevitablemente hacia ella, por más que haya usado de prudencia en las últimas semanas. La pregunta que sobreviene (señores Bono, Fernández Vara, Jáuregui y García Page…) es si la izquierda reconoce a los católicos carta de ciudadanía o no. Tan brutal y tan simple. Porque si fuera que no, nuestra democracia estaría peligrosamente tocada del ala.
Con todas las imperfecciones y límites que se pueden reconocer, el mundo católico español ha realizado un largo camino en búsqueda del diálogo perdido, para tomar en sus manos los cabos sueltos que quedaron en el lejano siglo XIX, donde se incubaron tantas fiebres nefastas. Claro que no todo está hecho y que no podemos aprovechar la coyuntura para decir por enésima vez que es imposible. Pero a uno le viene a la mente aquello de que mal pueden dos si uno no quiere. Para superar esas tentaciones recuerdo que Benedicto XVI nos dejó una encomienda muy clara en este sentido: sustituir el encontronazo histórico por el encuentro respetuoso y amigable entre el pensamiento laico y la cultura católica. Y que el papa Francisco no deja de incidir en que la dureza ambiental no puede servirnos como coartada para quedarnos en casa o para excavar la trinchera.
En este momento en que algunos pretenden hacernos inhóspita la ciudad común, es cuando se pone a prueba la calidad de un testimonio que es mucho más que buen ejemplo. Implica estar en la plaza con la propia identidad, con sus razones mostradas sin descanso en diálogo con todos, y con la oferta de las obras que nacen de esa conciencia de que la vida siempre es preciosa y merece ser acogida. Implica también inteligencia histórica para saber lo que podemos esperar razonablemente de la política y de las leyes, y lo que corresponde a un trabajo mucho más de fondo que concernirá a varias generaciones. Requiere no dejarnos embrollar por la madeja de las bravatas y aun de los insultos, para ejercer una verdadera ciudadanía, conscientes, como decía alguien tan poco sospechoso como el filósofo Habermas, de que sin la aportación de la experiencia cristiana las sociedades pluralistas se vuelven cada día más resecas y opacas.
Por otra parte no olvidemos que la figura real de esta sociedad es bastante mejor que la imagen que dibujan una banda de políticos desaprensivos y alicortos, y un sistema mediático patéticamente entregado a los dogmas del laicismo agresivo. Y es en esa sociedad donde nos corresponde estar por vocación y por derecho, con simpatía y sin complejos.