En declaraciones a los periodistas durante el vuelo de regreso del viaje a Río, el Papa Francisco dijo unas palabras acogedoras respecto a los católicos divorciados vueltos a casar. Esto fue suficiente para que algunos asegurasen que pronto se les admitiría a la comunión eucarística. La convocatoria de un Sínodo de Obispos para 2014 dedicado a la pastoral de la familia se interpretó como el momento oportuno para hacerlo. Incluso alguna diócesis alemana anunció por su cuenta unas directrices para realizarlo. Ahora, como para disipar dudas y atajar falsas expectativas, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Gerhard Ludwig Müller, ha explicado en un documentado artículo publicado en L’Osservatore Romano (22-10-2013) que la Iglesia no piensa cambiar su doctrina ni su praxis.
El cardenal Müller reconoce que el fenómeno de los católicos divorciados y vueltos a casar “se trata de un problema pastoral de gran trascendencia, a causa del creciente número de afectados en países de antigua tradición cristiana”. De ahí que “hoy los creyentes se interrogan muy seriamente: ¿No puede la Iglesia autorizar a los cristianos divorciados y vueltos a casar, bajo determinadas condiciones, a recibir los sacramentos?”
Un deseo expreso de Cristo
La cuestión debe ser discutida “en conformidad con la enseñanza católica sobre el matrimonio”. Para hacerlo así, el cardenal recuerda que “Jesús se distancia expresamente de la práctica veterotestamentaria del divorcio, que Moisés había permitido a causa de la ‘dureza de corazón’ de los hombres y se remite a la voluntad originaria de Dios: “Desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc 10,5-9, cfr Mt 19; Lc 16,18).
Por lo tanto, dice Müller, “el pacto que une íntima y recíprocamente a los cónyuges entre sí, ha sido establecido por Dios. Designa una realidad que proviene de Dios y que, por tanto, ya no está a disposición de los hombres”.
San Pablo confirma la prohibición del divorcio como un deseo expreso de Cristo. “A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer” (1Cor 7,10-11). Al mismo tiempo, permite, en razón de su propia autoridad, que un no cristiano pueda separarse de su cónyuge, si se ha convertido al cristianismo. En este caso, el cristiano ‘no queda obligado’ a permanecer soltero (1Cor 7, 12-16). A partir de esta posición, la Iglesia reconoce que solo el matrimonio entre un hombre y una mujer bautizados es un sacramento en sentido real, y que solo a éstos se aplica la indisolubilidad en modo incondicional. El matrimonio de no bautizados, si bien está orientado a la indisolubilidad, bajo ciertas circunstancias –a causa de bienes más altos– puede ser disuelto” (es el llamado “privilegio paulino”).
El testimonio de la Tradición de la Iglesia
En la época de los Padres de la Iglesia, esta rechazó el divorcio y un segundo matrimonio. “En la época patrística, los creyentes separados que se habían vuelto a casar civilmente no eran readmitidos oficialmente a los sacramentos, aún cuando hubiesen pasado por un periodo de penitencia”.
En Oriente, sobre todo a causa de la creciente interdependencia entre el Estado y la Iglesia, se llegó a compromisos sobre el divorcio, que tras la separación de Roma condujeron “a una praxis cada vez más liberal”. Hoy existe en las iglesias ortodoxas una multitud de causas para el divorcio, que en su mayoría son justificados mediante la referencia a la indulgencia pastoral en casos particularmente difíciles, y abren el camino a un segundo o tercer matrimonio con carácter penitencial. “Esta práctica –afirma Müller– no es coherente con la voluntad de Dios, tal como se expresa en las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio”.
“En Occidente, la reforma gregoriana se opuso a la tendencia liberalizadora y retornó a la interpretación originaria de la Escritura y de los Padres”, doctrina confirmada por el Concilio de Trento.
El Concilio Vaticano II ha enseñado lo mismo: “Mediante el acto personal y libre del consentimiento recíproco, se funda por derecho divino una institución estable ordenada al bien de los conyugues y de la prole, e independiente del arbitrio del hombre: ‘Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad’ (Gaudium et Spes, n. 48).
A través del sacramento, continúa Müller, “Dios concede a los cónyuges una gracia especial” y “permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad”. “Mediante el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio contiene un significado nuevo y más profundo: Llega a ser una imagen del amor de Dios hacia su pueblo y de la irrevocable fidelidad de Cristo a su Iglesia”.
Müller advierte que esto no se entiende cuando el matrimonio se seculariza o se ve como una realidad meramente humana. “El matrimonio como sacramento se puede entender y vivir solo en el contexto del misterio de Cristo”.
Doble motivo
Después Müller se refiere al testimonio del Magisterio en épocas recientes. Juan Pablo II ya abordó el tema de los fieles divorciados vueltos a casar en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (1981), que recoge las propuestas del Sínodo de Obispos sobre la familia cristiana en el mundo de hoy. “El Papa manifiesta por tales fieles un alto grado de preocupación y de afecto”. El n. 84 contiene las siguientes afirmaciones fundamentales: .
1. Los pastores que tienen cura de ánimas, están obligados por amor a la verdad “a discernir bien las situaciones”. No es posible evaluar todo y a todos de la misma manera.
2. Los pastores y las comunidades están obligados a ayudar con solícita caridad a los fieles interesados. También ellos pertenecen a la Iglesia, tienen derecho a la atención pastoral y deben tomar parte en la vida de la Iglesia.
3. Sin embargo, no se les puede conceder el acceso a la Eucaristía. Al respecto se adopta un doble motivo:
a) “Su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía”;
b) “Si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio”. Una reconciliación a través del sacramento de la penitencia, que abre el camino hacia la comunión eucarística, únicamente es posible mediante el arrepentimiento acerca de lo acontecido y “la disposición a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio”. Esto significa, concretamente, que cuando por motivos serios la nueva unión no puede interrumpirse, por ejemplo a causa de la educación de los hijos, el hombre y la mujer deben “obligarse a vivir una continencia plena”.
4. A los pastores se les prohíbe expresamente, por motivos teológico sacramentales y no meramente legales, efectuar “ceremonias de cualquier tipo” para los divorciados vueltos a casar”, mientras subsista la validez del primer matrimonio.
Posteriormente, la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó en 1994 una carta sobre la recepción de la Comunión eucarística por porte de estos fieles divorciados y vueltos a casar, confirmando la praxis de la Iglesia. Además, “se aclara que los fieles afectados no deben acercarse a recibir la sagrada comunión basándose en sus propias convicciones de conciencia” “Si existen dudas acerca de la validez de un matrimonio fracasado, éstas deberán ser examinadas por el tribunal matrimonial competente” (cfr n. 9).
La comprobación de la validez del matrimonio
En su artículo, Müller recuerda que Benedicto XVI trató también el tema tras el Sínodo de Obispos sobre la Eucaristía en la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis. Allí reitera “la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cfr Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo”, pero también exhorta a los pastores a dedicar “una especial atención” a los afectados, “con el deseo de que, dentro de lo posible, cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar, la escucha de la Palabra de Dios, la adoración eucarística, la oración, la participación en la vida comunitaria, el diálogo con un sacerdote de confianza o un director espiritual, la entrega a obras de caridad, de penitencia, y la tarea de educar a los hijos”.
Las dudas sobre la validez del matrimonio anterior pueden ser más comprensibles en la sociedad actual, por la incomprensión existente sobre la indisolubilidad del matrimonio y su apertura a la vida. Müller reconoce esta situación y sugiere que los tribunales eclesiásticos la tengan en cuenta: “Puesto que muchos cristianos están influidos por este contexto cultural, en nuestros días, los matrimonios están más expuestos a la invalidez que en el pasado. En efecto, falta la voluntad de casarse según el sentido de la doctrina matrimonial católica y se ha reducido la pertenencia a un contexto vital de fe. Por esto, la comprobación de la validez del matrimonio es importante y puede conducir a una solución de estos problemas”.
El último Sínodo de Obispos sobre “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana” (7-28 de octubre de 2012), volvió a ocuparse de la situación de estos fieles. En el mensaje conclusivo, los Padres sinodales se dirigieron a ellos con las siguientes palabras: “A todos ellos les queremos decir que el amor de Dios no abandona a nadie, que también la Iglesia los ama y es una casa acogedora con todos, que siguen siendo miembros de la Iglesia, aunque no puedan recibir la absolución sacramental ni la Eucaristía. Que las comunidades católicas estén abiertas a acompañar a cuantos viven estas situaciones y favorezcan caminos de conversión y de reconciliación”.